Desear lo que tenemos



Deseo y placer. La mente los mezcla en una dimensión temporal y se confunde. El deseo es el placer proyectado en el tiempo, la anticipación de la alegría, el goce o la felicidad. El placer es el “ya”, y el deseo, el “después”. Presente y futuro. Pero si el desear es un acto determinado por la carencia, por lo que no tenemos y añoramos obtener, cabe preguntar: ¿en qué se convierte cuando lo alcanzamos? Ya no sería privación o escasez, ya que estaríamos haciendo uso del objeto del deseo, degustándolo, consumiendo y agotándolo. Una vez llegamos a la cima, ya no vemos la cima. En ese momento, la psiquis transforma la avidez augurada, en placer contante y sonante. Una vez saciados, a otra cosa, hasta que el deseo empuje de nuevo para eliminar el aburrimiento. Parecería que para el deseo no hay presente, su dinámica fluctúa entre el recuerdo de las sensaciones vividas  y la expectativa de concretarlo. Cuando pasa por el presente, no lo identificamos con claridad.

Epicúreo fue el que más se aproximó a una comprensión verdadera de este juego tiempo/placer. No solo lo conceptualizó, sino que lo puso en práctica. Para él y sus discípulos hedonistas, el “goce de vivir” fue el “arte de vivir”. El bien supremo no era la virtud en sí misma, sino el placer saludable y la felicidad asociada. Epicúreo deseaba lo que tenía, las “ganas” se convertían en potencia de vida, en autorrealización, en una fuerza por existir cada vez más, sin mojigatería ni doble moral. Es decir: era un modo de vida, como diría el filósofo Pierre Hadot.

Un punto del epicureísmo que me parece vital, es la diferencia que se establece entre el placer cinético (causado por un estímulo que llega, nos impacta positivamente y/o cubre una necesidad: tengo hambre y tomo alimentos, tengo sueño y duermo, estoy bajado y pruebo estimulantes) y el placer estático (el disfrute reposado y pacífico, el placer fundamental) que se obtiene cuando estamos en una situación “sin dolor”, debido a que el aversivo desparece o se controla y el balance interior ha sido recobrado. El estado estático ideal, el del hombre sabio, ocurriría cuando se logra  disfrutar de “la ausencia de una necesidad” bastante tiempo después de que el dolor se ha ido: por ejemplo, el placer de no tener sed,  sueño, hambre, ansiedad, de no estar solo, enfermo o en desamor. En fin: el agrado del “no”.

Pero como resulta obvio,  esta ausencia del malestar suele pasar desapercibida por nosotros, a no ser que sea reciente. Nadie está feliz porque no tiene una espina clavada o no le duele una muela, si eso le ocurrió hace años o meses. Nadie se alegra de “estar sano”, si no acaba de salir de una enfermedad (se nos olvida muy rápido por lo que pasamos). Pocos agradecen tener una buena pareja, un buen trabajo, unos buenos hijos, amigos y estar vivo, simplemente por que sí. Nos acostumbramos a la ausencia de dolor, al estado simple y maravilloso de estar sin la tortura. No niego que haya estímulos que nos sacudan, y que si no son dañinos conforman el picante de la vida, pero lo otro, lo ya resuelto, lo cotidiano, el sosiego que habitamos por no estar hambrientos, sin achaques o sin padecimientos en general, lo ignoramos. Lo damos por hecho. Creamos una amnesia al “placer del no sufrimiento”, quizás porque sea una felicidad que entra por la puerta de atrás. Estar atentos a los placeres estáticos, que son miles, haría que la alegría de vivir fuera inmensa: desearíamos y disfrutaríamos  lo que tenemos, no solamente lo que quisiéramos tener. Recuerdo un señor sobreviviente de la guerra civil española, que había decido mantener activo el placer de una comida digna y un buen vaso de vino después de las angustias pasadas. Cada almuerzo y comida se le veía sonreír para sí.

Algunas religiones cuentan con ritos de “agradecer a Dios” que pueden ser vistos como una forma de atención consciente a la dicha estática. Queda claro que no hablo de resignación o abandono de sí mismo. No me refiero a reprimir el placer, sino a ampliarlo hasta abarcar el presente. Traer el deseo al “aquí y el ahora” es resaltar la dicha que conservamos y no vemos. La serenidad de la mente es una condición que permanece más allá de estimulo-respuesta. Se trata de sentir la plenitud del ahora, el placer de un reposo auténtico  donde la percepción del “no dolor” sea cada vez más consciente. Algunos hablan de gratitud.